Por: Nicolás Guevara
En lo que era su mayor gesto de sinceridad a lo largo de sus vidas, el mundo, y sus pequeñeces, quedó atrás en un instante:
La puerta resonante se cerró a sus espaldas. El silencio tomó posesión de las cosas. Olor a vida, un olor a piel bañaba el cuadrante. En un extremo reluciente, un lecho tibio de sábanas y poemas se extendía sediento. Ella, liberando sus cabellos, dibujó algunos pasos hacia el fondo de la habitación. Él tiró la última bocanada a su cigarro al tiempo que dejaba caer hacia la calle su vista de joven halcón enamorado.
Verdes cortinas cubrían la atmósfera. Un viento frío, escapado del mar, les helaba las narices y los dientes, acrecentando el pánico agradable de la entrega. Ella, con asombro de mujer mal sentada, reclinó su estatura de bronce sobre la cama dejando escapar el brillo grave de sus ojos. Él, rígido, se acercó apenas respirando como quien comete su primer pecado.
Afuera, trémula y turbulenta, se horizontalizaba la ciudad con cementerios, mercados, burdeles, talleres, impostores y habladores, artesanos y poetas. Mientras caía la noche sobre peatones y vehículos que con destreza acrobática se disputaban el pavimento en una absurda rutina del vivir. Adentro, donde pierde sus límites la vida, dos cuerpos acrisolados, frágiles y desnudos proyectaban su entrega en el espejo justo al instante en que ella dijo con ahogada voz: “La luz, por favor, la luz…” ¡Y ya, no supe más de mí!
(Tomado del libro: Las piernas de mi poesía, 1987)
1 comentario:
Hace rato que esta ciudad se hubiese caído a pedazos, sino fuera por estos espacios interferidos.
Gracias Poeta.
Franklin P
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