sábado, 12 de marzo de 2011

lunes, 7 de marzo de 2011

Mi mundo

Por: Franklin A. Peralta E.

Vivo en un mundo
de cuatro paredes.

La pared de la derecha
siempre ha estado ahí.
A veces fría,
a veces caliente,
única entre la gente.

La pared de la izquierda
siempre estará ahí.
A veces caliente,
a veces ardiente,
ella me hace gente.

La pared de atrás
sólo la imagino.
Aunque ya no está
me marcó el camino.

La pared de enfrente
es aún simiente
es promesa inminente.

Este es mi mundo.
Estas cuatro paredes.
Siempre.


(En el mes de la lluvias del 2009)

martes, 1 de marzo de 2011

AMET con swing

Por: Rafael Álvarez de los Santos

En los días en que en el país andaba de fiesta con la lectura bailando en una feria su mejor ritmo, llegué a uno de esos improvisados parqueos que no ofrecen mayor garantía que un papel fotocopiado por un señor a quien no conoces, pero en quien decides posar tu confianza.

Bajo un candente sol veraniego, caminé por una de las calles atiborrada de negocios informales, de esos que salpican la honestidad con lágrimas de vida mendigada, pero que dejan buenos dividendos. De repente la vi; sí, era ella, aunque mis ojos se negaban a reconocerlo. Se trata de una agente de la Autoridad Metropolitana de Transporte (AMET) que, colgado un audífono de un celular al oído, bailaba con semejante destreza que apenas podía creerlo.

Detuve por un segundo mi marcha apresurada para deleitar mi morbo con los movimientos de cadera de esta Venus del desorden que llamamos tránsito, quien parecía olvidada del caos permanente a que se enfrenta y sólo daba riendas sueltas al disfrute, que ya no era sólo de ella.

No sé si sería esta la respuesta a una cuestionante que por años he abrigado en los vericuetos de la duda acerca de qué podía esconderse detrás de un rostro que encarcela sentimientos y del que escasamente se fuga una sonrisa, pues más bien parece atribulado por las imprudencias de un llamado conductor que no conduce, en una selva llamada tránsito urbano.

No puede ser fácil dejar escapar una sonrisa cuando se ofrece un servicio estresante y a cambio se recibe un salario tipo cebolla, que apenas se tiene en las manos dan deseos de llorar, legitimando así la mala práctica del macuteo o el soborno altamente criticado por la sociedad, pero promovido por las mismas autoridades.

Será difícil guiñarle un ojo a la esperanza cuando a diario se siente la sensación de que avanzamos un paso y retrocedemos cinco, aumentando el número de personas que cometen infracciones en la calle teniendo que ser multados hasta para proteger su propia seguridad.

No es posible expresar sentimientos agradables al detener un especimen llamado motorista que transita como chivo sin ley, violentando todas las normas, escapando del deber de respetar las señales de tránsito, detenerse cuando el semáforo está en rojo, andar con los papeles en orden y para colmo convencerlo de que el casco protector se usa en la cabeza, pues ésta debe ser más importante que el timón o el antebrazo. No debe ser halagüeño despojar de su motor a estos acróbatas del tránsito y por demás, padres de familia.

Pero en la otra campana, tampoco debe ser motivo de sonrisa golpear a un infractor de la ley y menos truncarle la vida por no acceder a la petición de detenerse en la oscuridad o levantar la voz por encima del tono de la autoridad cuando se siente violentado sus derechos por un dejo de autoritarismo irreverente.

Es por esto que jamás imaginé que un/a policía de tránsito pudiera sonreír, ser normal como el común de los mortales, ir al cine, disfrutar una vista al mar con su pareja, degustar una pizza o un picalonga sin que ello implique un silbato para pedir la orden.

Mirarla mover sus caderas ocultas bajo un uniforme mata-pasión, despertó en mí un hado de sentimientos encontrados entre compasión y alegría, que me hizo pensar en lo infeliz que debe ser la vida de un/a policía de tránsito.

Me detuve ante los eróticos tongoneos de la dama acompañados de una sonrisa ardiente y cierta picardía en su mirada capaz de detener el tránsito, pero esta vez no por su autoridad, ni el silbato, ni la cara dura, ni el “párese a la derecha”, sino por los encantos de una mulata caribeña que incitaban la lascivia.

Intenté detenerme por más tiempo, absorto ante semejante espectáculo cuando fui interrumpido por la llamada irreverente de una amiga quien en tono de pocos amigos me increpaba ¿Dónde diablos se supone que tú estabas? Tan sólo atiné a responder “cerca del cielo, mi amor”.