jueves, 22 de enero de 2009

Un día cualquiera

Por María Ovalles

Lo recuerdo muy bien porque fue una semana antes de que cumpliera los quince. Ese día había huelga y por eso no fui a la escuela y también por eso todo el mundo estaba en su casa. Menos los muchachos de mi calle, que jugaban pelota en plena vía, porque ese día nadie en su sano juicio, le había dicho Héctor a Rafy, saldría en su carro “porque si no se lo quemaban ahí mismo, como si na’”, y así lo convenció de que se quedaran jugando a las damas en un tablero que él mismo pintó y que estaba lleno de tapitas de Coca-Cola y Country Club, en vez de ir al Parque Colón, donde se pasaban las tardes hablando pendejá como solo ello sabían hacerlo.

Yo me hubiera quedado todo el día en la cama de no haber sido por Natalia, para quien desperdiciar una mañana durmiendo era casi tan malo como ir a la escuela. Soñaba que se me hacía tarde para ir no sé a donde y que no encontraba los zapatos cuando sentí que alguien me movía en la cama y era ella, Natalia. “¿Qué haces durmiendo? Levántate. Tú mamá te dio permiso para te pases el día en mi casa. Toma, ponte esto”, me dijo, mientras tiraba sobre mi cama unos pantaloncitos negro y un suéter de rayas rojas que sacó de mi closet.

Desde mi habitación oía a Natalia discutir con Rafy y con Héctor. Mi hermano tenía 20 años y Héctor 21. Estaban terminando la universidad. Por eso nunca nos hacían mucho caso a Natalia y a mí. Nos evitaban como si hubiéramos tenido el Sida u otra enfermedad contagiosa. Y en los escasos momentos –como aquella mañana- que por algún milagro divino dejaban a alguna de nosotras estar algunos centímetros cerca nos ignoraban, o en el mejor de los casos nos entraban a boches.

“Llévate a esta loca”, me dijo Rafy cuando aparecí en la terraza. Natalia se paró de mala gana de la mecedora y me agarró del brazo mientras insultaba a Rafy y a Héctor. Fuimos hasta la cocina, donde mami pelaba unas chinas que tío Luis le había traído del Cibao. Me pasó un gajo. Estaba muy dulce, casi como la azúcar.

“No sirven para jugo”, me dijo. “Te las voy a guardar en la nevera para que te la comas frías, como te gustan”. Cuando íbamos saliendo ya de la casa la escuché gritarme “No se vayan a ir para otro lado”.

Mami era muy celosa conmigo. No me perdía ni pie ni pisá. No me dejaba ir al club, donde se reunían todos los sábados, después de practicar voleibol, la mayoría de las muchachas de mi calle, y si las fiestecitas caseras que se hacían los fines de semana en el barrio no llenaban ciertos requisitos estaban vedadas para mí. El único terreno seguro para ella era la casa de la abuela de Natalia, donde mi amiga vivía desde que tenía uso de razón y en la que esperaba paciente que le llegaran los papeles para irse a vivir a Nueva York con su mamá.

La casa de doña Carmen estaba en el límite del barrio. Unos cuantos pasos más allá comenzaba Los Restauradores. A mami no le gustaba que yo fuera a ese barrio, hay muchos tigueres, decía. De todas formas Natalia y yo íbamos a cada rato a visitar a Yokasta, que vivía allá y estudiaba con nosotras.

A la abuela de Natalia le daba un pepino donde nos metiéramos, siempre que no estuviéramos cerca jodiendo la paciencia todo estaba bien. Ni siquiera teníamos que mentirle, como lo hacíamos con mi mamá, sólo salíamos y ya.

Cuando llegamos, doña Carmen estaba sentada en la terraza que conducía de la marquesina a la cocina. Desgranaba unos güandules. Vista así, desde lejos, encorvada y gordota, me recordaba una pintura que vi una vez en El Conde. Además de gorda también era grande y fuerte. Y encima peleona. Tenía unos ojos color verde claro, los mismos de Natalia, y según mi amiga, los mismos también de su madre. La doña tenia sus días difíciles –es depresiva, aseguraba Natalia- y era conocida en todo el barrio y unas cuantas cuadras más allá por sus pastillas tranquilizantes. Las llevaba con ella a todas partes y ante el primer pique se tomaba una.

En la nevera hay jugo de chinola, le dijo a Natalia, sírvanse un vaso y no hagan mucha bulla que me duele la cabeza.

Toda la familia de Natalia vivía en Estados Unidos. Su abuela, su tío Héctor, que odiaba a los gringos, y su primo Nelson, que aunque era un hombre de más de 20 años parecía un muchacho de 12 y al que todo el barrio quería porque nadie como él para ayudar en los velorios, en las fiestas patronales y en los cumpleaños, era toda la familia que Natalia tenía en Santo Domingo.

En esos meses también estaba en la casa de Natalia su prima Rocío. Ya estábamos acostumbradas a verla dos o tres veces al año en Santo Domingo. Incluso una vez se inscribió en El Carmen para terminar el bachillerato, pero a los pocos meses regresó a Nueva York.

Rocío era la que nos enseñaba los trucos de modas, la que primero nos explicó como besar a un muchacho. A veces hasta nos dejaba fumarnos un Marlboro con ella. Siempre andaba bonita, bien arregladita, y con unos peinados chulísimos que ella misma se hacía. Pero aquella mañana andaba como una loca, desgreñada y con un pijama larguísimo de Hello Kitty. Nos saludó con la mano y siguió para la cocina. Oímos cuando la abuela de Natalia comenzó a pelearle desde la terraza.

“… y como vuelvas a llegar a deshora prepárate que vas a dormir en la calle, ¿me oíte? Toy jarta de que lo tiguere eso vengan a bucarte como si tú no tuviera familia. Me vas a matar, gracia a Dio que tu santo padre, que Dio lo tenga en gloria, no tá vivo porque si no vuelve y se muere de un pique. Eres igualita a la boricua esa que te parió. Siempre se lo dije a mi José, no te metas con extranjera, si te vas a casar por allá halo con una dominicana, esa mujere extranjera no son fácile, y mira ahora, yo pagando las consecuencias. ¿Tú me tá oyendo? ¿Eh? No te haga la sorda…”

Rocío nos caía bien porque además de sus consejos para ligar con los jevos cuando regresaba a Nueva York nos dejaba toda su ropa, algunas no nos servían pero con las que si nos quedaban causábamos sensación. Íbamos dos pasos más adelante, decía el tío Héctor, de las demás muchachas del barrio, aunque eso significara que ya le habíamos vendido el alma al diablo y al enemigo, según él. Sólo Yokasta nos podía igualar. A ella su mamá le traía la ropa de Curazao, donde se pasaba la mayor parte del año comprando cosas para luego venderlas en Santo Domingo. Aunque todo el barrio sabía que en realidad vivía allá con un jodedor y muchos aseguraban que ella también vendía en Los Restauradores.

Natalia me había confesado que a veces su familia le daba asco. En realidad era una familia rara, si se le comparaba con las otras del barrio: todos vivíamos con mamá y papá, no teníamos tíos solterones ni comunistas, ni abuelas depresivas adictas a las pastillas tranquilizantes, ni primas cueros, y nuestros familiares más sonsos vivían en los campos. Yo envidiaba la suerte de mi amiga. Vivir a sus anchas sin que nadie le pusiera freno. Eso si que era tener suerte.

Natalia estaba en uno de esos momentos en que le gustaba acabar con su propia sangre, quejándose conmigo de lo tanto que peleaba la degraciá de su abuela –todavía no paraba la cantaleta que le tenía montada a Rocío en la cocina-, cuando entró Nelson en la sala. El también tenía los ojos verdes claros. Pudo haber sido muy bonito, de no haber sido por esa aura de idiotez que redondeaba su cara. Natalia y yo lo queríamos mucho.

-¿Y esos tenis?- le dijo Natalia ¿de dónde los sacaste?

-Se los regalé yo- gritó Rocío desde la cocina, ignorando a su abuela.

-Uyy, pero te ves muy bonito. Ven pa’cá, déjame verte. ¿Verdad que se ve lindo?

-Si, se ve lindo- dije yo, mientras Nelson se movía de un lado para otro para que viéramos mejor los Puma azul cielo que Rocío le había regalado.

-Son caros- dijo él, mientras salía casi corriendo y gritaba “mamá, vengo ahora”.
La abuela de Natalia se paró en el pasillo que lleva de la cocina a la sala y se quedó mirando un rato la puerta por donde Nelson salió. Después de varios segundos dio la espalda y siguió peleando con Rocío.

Voy a llamar a Yokasta a ver que ‘tá haciendo y nos vamos para su casa, ¿quieres?, sugirió Natalia.

La escuché hablar con Yokasta por teléfono. Cuando terminó, le dijo a su abuela “mamá, vamos a estar un rato donde Yokasta”. Doña Carmen, que aún resoplaba de furia con Rocío, sólo movió sus manos como si estuvieran espantando una mosca y nos dijo “regresen a tiempo para comer, no voy a esperar a nadie”.

Eran las 11:30 de la mañana y Natalia y yo sabíamos que no íbamos a regresar a tiempo para comer. Nunca lo hacíamos cuando nos juntábamos con la viciosa de Yokasta, como le llamaba Natalia.

Yokasta había cumplido ya los quince y sabía mucho más cosas que Natalia y que yo juntas. Tocamos varias veces la puerta de su casa. Cuando estábamos casi por irnos porque nadie nos abría la vimos aparecer con una sonrisa que le llenaba toda la cara.

“Oh, misamigas”, nos dijo y nos besó en la mejilla. Natalia me miró y luego la miró a ella, ¿Qué te pasa?, le preguntó. Yokasta no contestó. Dio media vuelta y siguió para su habitación.

Estaba con Pablo, un muchacho de nuestro barrio que empezaría la universidad a finales del verano y que había sido chambelán en los quince de la Yoka, como le decíamos en la escuela.

Toda la habitación tenía un olor a yerba que tumbaba. ¿Tus amigas fuman? dijo Pablo con aire casi despectivo. Se creía hombre porque pronto entraría a la universidad.
¿Dónde está tu mamá? Le pregunté a Yokasta, ignorando a Pablo. Salió a llevar una mercancía, contestó ella.

¿Qué tipo de mercancía? Dijo Natalia y nos echamos a reír. Incluso Pablo se río, pero Yokasta hizo una mueca rarísima y dijo “bueno, quieren fumar ¿si o no?”.

Nos fumamos un tabaquito que nos pasamos de mano en mano en silencio. Era la tercera vez que yo fumaba. La primera fue con Carlos, en el patio de la casa de doña Carmen –esa vez el tío de Natalia nos encontró y tuve que jurarle que jamás, jamás lo volvería hacer para que no fuera con el chisme donde mami-. La segunda vez fue ahí mismo, en la habitación de Yokasta. No estaban ni Pablo ni Natalia. Sólo Carlos, la Yoka y yo.

Pablo comenzó a preguntar si teníamos novios. Yo sí, dije, pensando en Carlos y en los estrujones que nos dábamos en el patio de la casa de doña Carmen. Natalia parece que me leyó el pensamiento y dijo “no se cuentan los muchachos con los que sólo nos besamos”. Nos volvimos a reír.

¿Entonces saben besar?, dijo pablo. A ver, demuéstrenlo.

Pablo tenía la lengua fría, pero sabía besar. No sé que le pasó a Natalia, que se puso como el diablo y dijo que se quería ir. Pero acaban de llegar, no sean así, se quejaba La Yoka.

Cállate, viciosa, le dijo Natalia.

Viciosa, pero mucho que te fumas la yerba que consigo.

Si quieres, más nunca vuelvo a tu casa.

Mujeres, ya, coñazo, dijo Pablo, si se va a poner en mala onda mejor no fumen.

Salimos los cuatro y nos fuimos a un parque cerca de la parroquia del barrio de Yokasta. Allí nos sentamos. Natalia estaba con la vista perdida, Yokasta se rascaba la cabeza como si tuviera piojo y Pablo cantaba bajito una canción que por esos días sonaba mucho en la radio. Así nos pasamos un buen rato los cuatro, con Pablo a veces atajando las intenciones de Yokasta y Natalia de entrarse a trompá.

Tengo hambre, dije yo. Natalia uso aquel comentario como excusa y dijo es hora de que nos vayamos a comer, mi abuela nos está esperando.

Lucia, dijo Yokasta, vuelve a mi casa cuando quieras, y tú también, mal agredecía, dijo refiriéndose a Natalia.

Maldita viciosa dijo Natalia mientras nos alejábamos.

No sé por qué te pones así, Yokasta es chévere, es buena onda.

Natalia me miró con aquellos ojos verdes claros que le habían ganado el apodo de la gata. Me miró tan fijamente que me asustó.

¿Siempre vas a ser mi mejor amiga?, me preguntó. Ella era así, preguntaba las cosas más raras en los momentos más raros.

Claro tonta, le contesté. Ven, vámonos, en serio tengo hambre.

Dos calles antes de llegar a nuestro barrio vimos gente corriendo. Luego sonaron unos tiros que los sentí tan cerca que me hicieron perder la orientación. Entre aquella gente que corría sin dirección fija Natalia y yo nos agarramos fuerte de las manos. Sentí como me halaba, haciendo mucha fuerza, hasta que llegamos a una esquina donde se aglomeraba mucha gente. Alguien agarró a Natalia por los hombros y le dijo “ay, niña, pobre de tu primo”.

Entonces lo vimos. Estaba tirado en mitad de la calle y sangraba por la boca. A penas pude ver como le quitaban los tenis mientras doña Carmen se acercaba al grupo de gente con las manos en la cabeza y Rocío decía toda clase de maldiciones detrás de ella.

Llegaron más policías y la gente, como dice Héctor, dejó el claro. Pero yo me que quedé con Natalia que lloraba mucho y se abrazaba a su abuela. Y ahí fue cuando Rafy me agarró por el brazo y me dijo que nos íbamos para la casa. El tío de Natalia le pidió a mi hermano que también se la llevara a ella.

De camino a casa Natalia seguía llorando. Cuando llegamos nos sentamos en la terraza y no recuerdo que le dije pero dejó de llorar. Entonces nos pusimos a jugar a las damas en el tablero que Héctor pintó. Natalia cogió las tapitas de Coca Cola y yo las de Country Club. Lo recuerdo muy bien porque fue una semana antes de que cumpliera los quince.

2 comentarios:

Franklin P dijo...

Excelente Marie, me encantó la historia. Se lee sabiendo que una vaina va a pasar.

Me encantó la primera frase. Hasta te vas pareciendo al Gabo.

Felicidades!

Marie dijo...

Gracias Franklin.