miércoles, 15 de octubre de 2008

Tres veces por semana

Por María Ovalles

Una brisa fuerte le alborotó el pelo. Haciendo un pequeño ruido con la boca se ajustó el abrigo al cuerpo. Se abrazó a él y apresuraron el paso. La noche estaba cada vez más fría.

Levantó su cara hacia él. Vio su perfil. No era un hombre hermoso, pero su rostro transmitía fuerza y una extraña serenidad que a veces la hacía sentir un poco incómoda, aunque reconocía que le daba seguridad.

Hacia nueve años ya de su primer encuentro. Fue un atardecer de un jueves de junio, en una cafetería en la que él leía el periódico y tomaba café y en la que ella buscaba una mesa disponible para terminar de llenar un crucigrama que había empezado en el autobús del transporte público.

El le cedió una silla y le ayudó a terminar aquel juego de palabras. Así iniciaron un ritual que no abandonarían nunca, el de llenar juntos los crucigramas del periódico de los jueves. Esa también fue la primera de muchas cosas que ambos supieron que tenían en común.

En aquella primera conversación surgieron las demás: la bossa nova, las películas de Woody Allen, los libros de Cortázar y dormir hasta bien entrada la mañana. A medida que fueron pasando los años muchas otras cosas en común les ayudó a llevar el peso de los días.

No haber profesado nunca religión alguna les ayudó a ponerse de acuerdo en educar a su hijo en una escuela totalmente laica, preferir las cervezas antes que el vino les hacía más confortables las noches en que se escabullían en algun bar, las películas de dramas antes que las de acción y la comida asiática antes que ninguna otra les ahorró mucho tiempo frente a cines y centros comerciales.

Sin embargo, no todo había sido fácil junto a él, aunque tampoco había sido infeliz. Se apretó más a su cuerpo, y él, con su mano izquierda, acarició su pequeña cara, que a aquella hora ya no tenía rastros del maquillaje que con tanto esmero colocó en su rostro antes de salir de casa. El frió arreciaba.

Ella pasó los dedos por el anillo que llevaba en el anular izquierdo y volvió a levantar su cara hacia él. Se acordó del día en que nació el bebe. Su rostro estaba más duro que de costumbre. El negro de sus ojos, más intenso.

Sentía mucho dolor, pero aún así le preguntaba si él siempre estaría a su lado. Y como lo había dicho en la primera navidad que pasaron juntos, y en las vacaciones en Cancún, y en aquel viaje que los llevó por Roma, y en esas tardes en que a ella le asaltaba la inseguridad y le llamaba al trabajo sólo para oír su voz, él respondió:
“siempre estaremos juntos”.

La llegada del bebe alteró sus vidas. Ahora tenían que compartir el tiempo con esa personita que cada día se parecía más a ella y menos a él.

El empezó a trabajar más en casa y menos en la oficina. Así ganaba tiempo para estar con ellos. En compensación, ella dejó de fumar.

También había renunciado a otras cosas. Desde que lo conoció salía menos con sus amigos, visitaba poco la ciudad donde vivían sus padres. Él, a cambio, la apoyó en su carrera.

A esta altura del camino ya habían alcanzado la pequeña tienda de curiosidades donde adquirieron el viejo librero donde ella guardaba los libros y revistas que él le traía de sus viajes al exterior y el disco de pasta de Donna Summer que nunca escuchaban pero que ella contaba entre sus pertenencias de más valor.

Se detuvieron frente a la tienda de curiosidades y volvieron a reírse, como lo hicieron en la tarde, del pequeño payaso que trataba de hacer equilibrio sobre una bicicleta y con ambos manos alzaba sobre su cabeza una vieja sombrilla rota y lloraba con la cara “más llorona” que ella había visto.

Alcanzaron el salón de billar, pasaron delante del Café de Luis y dejaron atrás los cines, los moteles y los bares de una de las calles más sórdida de la ciudad.

Y como cada tres veces por semana, en la esquina del Bar de Lucas, el viejo dependiente del lugar, mientras recogía los vestigios de los últimos clientes, vio despedirse a una pareja que con un abrazo fugaz y una voz que era casi un susurro se decían “hasta pasado mañana” sin volver la vista atrás.

4 comentarios:

Franklin P dijo...

Wow! Excelente! Cuántas discusiones, cuántas cervezas, cuántos merengues y cuántos cumpleaños!... y es lo primero que leo de ti María.

Vaya entrada por la puerta grande a la Naiboa.

Me encanta como en una caminata de 30 segundos se recrea una vida. Cuando leía me preguntaba: en qué terminará esto y me sorprendió el final. Excelente.

Querida María, bienvenida. Y claro que esperamos más.

Marie dijo...

Gracias por los elogios Franklin.
Tengo otros por ahí que me gustaría también subir a este blog, que aprovecho y les pido a todos los que están involucrados con él que no lo dejemos caer.
Hay gente de mucho valor aquí y hay muchas cosas que tienen que ser dichas. Así que a darle mucho calor a esta Naiboa y a seguir publicando.

María Ovalles

Naiboa Literaria dijo...

No he tenido la suerte ni el interés de leer con frecuencia obras literarias escrita por mujeres. Podría ser que el machismo sociológico que conmigo impera, no me ha dejado ver ni reconocer la grandeza de la mujer, tan capaz de pesar y de actual con mayor coherencia que el mismo hombre. Querida María Ovalles: el poder leerte me motiva a escudriñar un poco más el tintero derramado por la pluma en la mano de una mujer. Me gustaron mucho tan románticas letras. Se despide: J. S. M.

Marie dijo...

Querido J.S.M. si te he motivado a querer conocer la literatura hecha por mujeres entonces puedo decir que me siento satisfecha. Deje atrás ese machismo, de cualquier tipo que sea, y dese una vueltecita por el interesante mundo de las letras hechas por mujeres (pero no sólo para mujeres). No te vas a arrepentir, te lo aseguro.