Por: Rafael Álvarez de los Santos
Siempre he dicho que no estoy de acuerdo con que a las niñas y los niños se les pongan nombres pocos comunes tan solo porque suenan bonitos ya que esto suele crear un contraste nada agradable cuando las personas llegan al epílogo de su vida. Me explico: no me imagino una mujer de ochenta años de edad llamándose Ashley Michel y cuyo hipocorístico sea “La Chichi”.
De igual manera no me imagino a un señor de noventa años llamado Chayan o Ricki, por poner dos ejemplos conocidos. Pero esta animadversión tiene una historia que les cuento enseguida.
En mi adolescencia fui un chico muy de iglesia, cantaba en el coro, era monaguillo, pertenecía a la Juventud Franciscana (JUFRA) y era Mensajero de Fátima.
En una ocasión las hermanas religiosas iban para un encuentro de jóvenes en una comunidad llamada La Cueva. Me encantaba ir a estos encuentros porque siempre había unas chicas que estaban buenísimas y que eran muy simpáticas, de hecho La Cueva es considerada el lugar donde están las mujeres más bellas de toda la provincia Sánchez Ramírez.
De camino a La Cueva, al pasar por una comunidad llamada Los Peralejos, una de las hermanas me dice “moreno ¿te gustaría seguir para La Cueva o quedarte aquí donde Damiana?” al escuchar ese nombre no lo pensé dos veces y le dije me quedo donde Damiana.
De inmediato hice un cocote mental porque la imaginé una chica joven, de algunos 16 años, ya que con ese nombre no venía otra imagen a mi cabeza. La imaginé tantas veces que ya nos habíamos jurado amor eterno y hasta nos dimos nuestro primer beso, o sea, ya me encontraba en Alaska con Damiana.
Al llegar a la casa de la “joven” mi primera impresión fue devastadora; me recibe una doña con piel de pasa, cabellos de nube y el código de barra de la boca con un par de líneas menos. La otrora joven se encontraba impartiendo catequesis a unos niños. Como culebra no se amarra en lazo, mi primer paso era confirmar que aquella nonagenaria no era Damiana, por lo que provoqué un diálogo breve con la señora.
Saludos, dije con una mezcla extraña de simpatía y preocupación. “Saludos”, contestó la señora. “¿Qué se le ofrece?” Me preguntó. Con voz medio truncada le dije que iba de camino a La Cueva con las monjas y que ellas me pidieron que me quedara donde Damiana para que compartiera un momento con ella. “que bueno” contestó la doña, “me espera a que termine la catequesis y le llevo donde ella”.
La paz volvió a mi semblante cuando confirmé que esa señora no era la Damiana de mis pensamientos. Seguí haciendo cocote y me imaginé que esta señora debía ser la abuela de Damiana y que de seguro la “joven” vivía con su madre en otra casa no muy distante de la casa materna.
La doña tardó unos diez minutos más con los niños, pero para mí fueron como tres horas porque ya estaba impaciente por conocer la “chica”. En cuanto despachó los niños se dirigió hacia mí y me dijo “venga para llevarlo”. Me levanté en bola’e humo de mi asiento y seguí a la doña quien me había indicado la puerta trasera de la casa.
Me condujo a una habitación donde se encotraba Damiana quien era, nada más y nada menos, que la MADRE de la señora y que llevaba en cama más de cinco años. Nunca en mi vida me había sentido tan desdichado porque, a parte de que me había llevado tremenda decepción, la señora me invitó a rezar el santo rosario a su madre, de manera que me tiré los cinco misterios y algo más porque las monjas se tardaron como cinco horas en regresar.
Desde ese día me he declarado en rebeldía con estos nombres, pero he entendido que esa actitud es la reacción no sólo a una decepción, sino a una pregunta que jamás ha encontrado respuesta ¿Por qué las hermanas religiosas me hicieron eso? Ayúdenme a encontrar la respuesta por favor.
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