sábado, 27 de abril de 2013

Extrana añoranza



Por: Rafael Alvarez de los Santos

¡Mañana viene el botellero! se rumoraba entre los niños del barrio mientras correteábamos y explorábamos los montes en busca de alguna botella para venderla por unos escasos centavos.

Una vez recogida las botellas las colocábamos en fila a orilla de la calle y nos sentábamos a esperar impaciente el botellero desoyendo las múltiples voces que nos conminaban a no exponernos al sol y a retirarnos de la calle.

¡Botellero, botellero! se escuchaba en el arto parlante de una camioneta destartalada. Unas palabras que, como el cristal en que estaban hechas, hacían salir nuestras sonrisas infantiles.

Los pocos centavos que recibíamos no cubrían nuestras necesidades, pero alivianaba la dura carga de la familia ante el dinero diario de la merienda de la escuela.

El destino de la botella como la ganancia que obtuvieran los botelleros en más de una ocasión ocupaban gran parte de nuestras conversaciones.

-“Cuando esa gente llegan a la capital le pagan más de cien pesos por todas esas botellas”- afirmaba Efraín, un vecino que tenía unas tías en la capital y que, según él, les proporcionaban la información.

Han transcurrido los años, y las inquietudes y especulaciones sobre el negocio de las botellas estuvieron a punto de esclarecerse, si hubiese andando el botellero solo, una mañana de octubre.

El mufler de mi vehículo se había desprendido y me encontraba en la calle sin idea de qué  hacer al respecto. De repente llegó él; arrastraba un triciclo cargado de incertidumbres.

-“Usted debe amarrarlo con alguna soga hasta llegar donde un mecánico”- comentaba mientras buscaba entre sus múltiples cosas alguna cuerda para ayudarme a resolver.

- Por lo que veo vive usted de vender botellas-, comenté de inmediato mirando en aquel señor la oportunidad de resolver los enigmas de mi infancia acerca de este negocio.

-Sí, señor”- comentó medio sonriente. -“llevo catorce años comprando y vendiendo botellas;-. ¿Y deja algo vender botella? Pregunté buscando respuesta a mi principal interrogante. -“A veces sí, y a veces no, en esto se coge lucha”- contestó mientras seguía buscando entre las tantas cosas que llevaba en el triciclo la cuerda para amarrar el mufler de mi vehículo.

- ¿Está usted casado?”- Pregunté con cierta intriga porque le acompañaba un niño de algunos seis o siete años de edad. -“Claro que sí”- contestó con cierto orgullo. -“Este es mi hijo más grande y tengo tres”. “Me lo traigo con migo cuando no está en la escuela pa’que no se me vaya a volver un delincuente, y así  va aprendiendo del negocio”-.

Por un momento mientras el señor intentaba sujetar el mufler, contemplé al niño quien, a su vez, miraba detenidamente cada movimiento de su padre sin dejar escapar un solo detalle.

Era de piel negra, llevaba pies descalzos, pantalones cortos y una camisa  desabotonada hasta la mitad.

Extraña añoranza llegó a mis recuerdos porque no miré en aquel niño un futuro negociante, sino retratada la realidad de tantos niños que deambulan por doquier arrastrando sus pies descalzos por calles pavimentadas tan duras como la realidad en que viven.

Cuando concluyó de sujetar el mufler  agradecí el gesto de aquel señor y su hijo. Les vi alejarse, el niño asido al brazo de su padre como quien, orgulloso, había aprendido algo nuevo. Con la otra mano ayudaba a empujar el triciclo.

Supongo que, en otro momento, algún otro niño dirá ¡mañana viene el botellero! Y, quizá, se repita la misma historia, aunque tal vez el protagonista sea otro que arrastrará el mismo triciclo y las posibles penurias de su progenitor mientras recorre las calles con el pregón que delata su presencia ¡botellero, botellero!

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