Por: Jacinto Sención Mateo
Todo comenzó al anochecer del 16 de agosto en el 1937. El miedo se apoderó del lugar. Todos sabían el por qué de lo que pasaba, pero ninguno hablaba, lo que veían y lo que sentían se negaban a expresarlo. Era mejor callar que llorar. Preferían prolongar la vida que perderla. El fantasma del enemigo estuvo presente en todo momento, sin dejar que los suyos enterraran a sus muertos. Mientras que gran parte de la multitud escapaba de la persecución.
A medida que la noche se hacía más oscura, una avalancha humana se dejaba sentir cuando trataban de cruzar el “Masacre” sin ser vistos. Hombres, mujeres y niños se lanzaban despavoridos por el enfurecido río, que a medida que pasaba el tiempo, las aguas aumentaban su caudal, sin parar de llover por un segundo. El fenómeno natural no impedía que la multitud prosiguiera su camino. Preferían peligrar en el intento de alcanzar la otra orilla, que morir como “don nadie” por las tantas balas que venían hacia ellos de lugar desconocido.
Al amanecer las lluvias se habían marchado con la oscuridad, sin esperar al reluciente sol mañanero que tomaba control del lugar. Un sonido coral se pronunció en el momento, parecería comunicar algo. El zumbido del río, el rechinar de los árboles que eran golpeados por los fuertes vientos y la cantaleta de las aves que alertaban la presencia de un sin número de cuerpos que yacían a lo largo del camino cercano al “Masacre”.
Toda la población se hizo eco rápidamente de lo ocurrido. Desde la línea noroeste hasta la gran ciudad se comentaba sin hacerlo público, lo que había pasado en la zona fronteriza. La cantidad no se sabía, sin embargo en el lugar no se encontraban ataúdes ni sepultureros que pudieran dar abasto a tantos infortunados que sin vidas, fueron amontonados sin orden alguno. La naturaleza se había encargado de propagar el rumor, sin dejar rincón alguno que no se enterase de lo que acaecía. Sólo ella desde la oscuridad pudo contemplar tal barbarie y clamaba con dolor el arrebato por los hijos de las tinieblas.
La persecución había empezado mientras oscurecía. Todo había estado planificado durante el día, mientras que los de abajo ignoraban su destino y fueron tomados por sorpresa. Un centenar de hombres sin rostros, con grandes botas blancas y armados de perversidades se atrincheraron desde muy temprano en la casona verde. No se sabía de dónde provenían. Otro grupo de civiles, provisto de malicia y con los dientes bien afilados, se integraron a la legión hasta que bajara la señal, que de lo alto se pronunciaría. Sus rostros rojizos delataban el ansia de cumplir una orden, que de no hacerlo correrían la misma suerte que los indefensos de la razón.
¿Qué razones podían tener para ordenar tal crueldad? Sería odio, venganza, ¿pero contra quiénes?, si ellos no eran una carga para nadie, se preguntaban los enemigos miserables, que aprovecharon la ocasión para atacarlo desde el silencio y desde la clandestinidad. Sin embargo otros motivos se correspondían a la esencia misma de los monstruos: la crueldad, su principal característica que ponían de manifiesto cuando se trataba de los negros.
Un aullido ininterrumpido puso fin a la incertidumbre en la que estaban sumergidos los defensores de la maldad. Sólo una noche les bastó para llevar a cabo tan sanguinaria misión. Sin intercambiar palabra alguna, se lanzaban como perros rabiosos contra sus víctimas. Los llantos se hicieron sentir en todo el lugar. No había piedad que protegiera a los desamparados. El “holocausto” estaba consumado sin excepción alguna. En medio de la confusión muchos criollos corrieron la misma suerte. A distancia se alcanzaba ver un fuego devorador, convirtiendo los humildes ranchos en puras cenizas.
A media mañana hicieron presencia un sin número de personas que venían de poblados cercanos por los rumores de que algunos familiares suyos habían sucumbido en la tragedia. Por la misma desesperación no lograban identificar uno solo de los suyos. Al parecer, los caídos no tendrían doliente alguno. Aunque era medio día, el cielo estaba de luto, fuertes relámpagos se hicieron sentir y las gentes seguían refugiadas en las escasas viviendas, sin querer enterarse de lo ocurrido.
Una presencia inadvertida de curiosos intencionados, se precipitaron a buscar versiones de lo ocurrido, y parecieran distorsionar o sembrar las dudas en las escasas conciencias del lugar. Buscaron testigos anónimos, que sin haber presenciado lo acontecido, hablan detalladamente según lo acordado con los desconocidos. Eran hombres de buenas presencias, ensacados y con sombreros oscuros tan sujetados que no daban paso para ver las cejas. La vergüenza que le acompañaba estuvo cubierta por grandes espejuelos oscuros, para distraer las miradas de los presentes.
Todo estaba resuelto. Un detallado informe a la opinión pública daba razón de lo acontecido. Conflictos por unas tierras era la razón por la que se habían mutilado unos con otros. Cuando las autoridades fueron avisadas, ya era demasiado tarde para evitar la matanza, terminaba el comunicado oficial. Sin embargo, del otro lado del río la noticia se convirtió en amargura e impotencia para una multitud que no veía la hora de poder honrar a los suyos.
Se hizo de noche, mientras que en el lugar abundaba un prolongado silencio humano, sin enterar a la naturaleza que vigilante se encontraba, para protegerse de los insensibles iracundos, que dormitando estaban sin conciencia alguna, mientras que a lo largo de toda la frontera, se encontraban las indefensas almas tratando de cruzar hacia el otro lado del “Masacre”.
1 comentario:
Rompamos el silencio
para que no se sigan escuchando
los gritos.
Muy bien logrado tu relato Jacinto/Joaquín.
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