Por: Humberto Rivas
Llévate los adioses que desgarran las nubes
que hacen llover flechas ácidas de nostalgia sobre mi pecho.
Llévatelos, Ser Eterno, y tráeme la cercanía ad infinitum de sus alas.
Ella es mi arca de Noé en el diluvio universal que asoló mi isla de Ítaca,
donde anhelaba volver sin razón, aunque Penélope allí no estaba.
Ítaca será donde viva con ella, y ella mi Penélope. Ella mi hogar y mi reino.
Ella mi luz en el agujero negro de TON; ella, remolino sideral que causa
vértigos estelares en el ombligo de Andrómeda.
Los hasta luego que nos decimos son latigazos sobre
nuestros espíritus marcados en demasía por el llanto.
Aleja, Señor, el silencio que me deja cuando dice: “adiós amor”.
Y tráeme su voz melodiosa de sirena que me ata a sus escamas.
Y saborear su sal marina hasta la muerte dentro de millones de años
luz, hasta que lleguemos al lugar donde supuestamente se enfría
el amor y lo retemos.
¿Y dónde será ese lugar donde se enfriará nuestro amor?
En el lado frío del sol. Pero incluso allí, entre las cenizas muertas, nuestro ímpetu ígneo hará brotar un bosque de llamas para seguir amándonos entre los nidos de los árboles.
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