martes, 3 de septiembre de 2013

Mal, pero en la capital



Por: Rafael Álvarez de los Santos

Cuando en la década de los noventas se popularizó la frase “mal, pero en la capital” Pedro entendió que era verdad y motivado por tan incierta sentencia decidió marcharse a la capital porque de igual manera estaba mal en su campo.

Un buen día se despertó con el corazón malherido, había soñado con condiciones diferentes para su familia, un sueño que interpretó como un sermón del pensamiento. Se incorporó, se miró al espejo y dijo para sus adentros -“la vida se me pone vieja, ya tengo tachones en la frente”-. Con el puño cerrado golpeó en la mesa y tomó la decisión: -“me voy a la capital”-. Y aquí empezó una experiencia que transformó para siempre su visión del vivir.

Salió abrazado a los recuerdos, empacó una maleta de esperanzas y de dudas. No estaba del todo tan seguro, pero sí decidido a que no esperaría que un día le marcara la vejez obligatoria y verse en la situación de no tener nada. Pensaba que con el deseo de echar pa’lante en la capital -“donde se firman los cheques y se fabrica el dinero”- sería todo diferente.

Aunque Pedro era pobre en el campo, no había experimentado la pobreza hasta vivir en la capital. Pobremente tenía una casita de madera, techada de cana, con una enramada en el patio trasero donde cada noche se sentaba con su familia. Él acostado en una hamaca que había tejido con nylon, los demás en sillas de madera forradas con guanos.

En la capital comenzó sus labores como cobrador de guagua de la ruta Guandules-Gualey; dentro de los múltiples oficios que realizó se encontraba el de gomero, una fritura, vendedor ambulante de helados, bollitos de yuca, tenía un punto de vender víveres  en el mercado de los Guandules y  un amplio etcétera para acortar el extenso currículum de chiripero que le adornaba.

Pedro no hacía nada más que trabajar, no obstante sus múltiples trabajos, vivía en condiciones de pobreza extrema.

Un día Pedro decidió abrir su catálogo de ausencias cual fantasma sediento de vivir y entendió que, pese a las vivencias del barrio, cargaba su soledad en las entrañas. Ahí fue donde entendió que  existe otra forma de pobreza que es estructural, una pobreza que consiste en la insatisfacción de necesidades básicas debido a la ausencia de servicios  que no padecía en su campo.

Ser pobre no es absolutamente no tener empleo, no saber qué se va a comer el día de hoy, no tener casa. Ser pobre es también ver el mundo desde la impotencia, perder aprecio por la propia identidad, enfrentar la vida como un callejón sin salida.

Pedro terminó humanizando su vida. Cuestionó que cada conquista del progreso no puede estar por encima de la vida humana. Que se puede avanzar considerando que la prioridad absoluta debe ser el ser humano y que no todos los lugares donde viven las personas son siempre humanos. En lo adelante se mantendría en permanente vigilia contra la resignación.

Terminó conociendo la instalación del hombre en la sobrevivencia y la solidaridad… en fin se terminó de entender a sí mismo. Entendió que uno tiene que vivir y encontrar en lo más hondo de ese vivir razones que nos permitan mantenernos vivos y en pie.  Pero esta sentencia Pedro la podía entender desde su campo, posiblemente sus condiciones no eran muy distantes de las que vivió en el barrio, pero los motivos de su felicidad sí.

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