Por María Ovalles
Cuando salió de casa Melanie llevaba entre sus manos la carta que le había traído la noticia. Se había levantado temprano. Limpió y ordenó la pequeña casa. Se vistió con su único vestido de domingo. Y se sentó a esperar que el reloj marcara la hora indicada. Entonces salió a la calle, nerviosa y expectante. En la estación, lo busco impaciente. Cuando lo reconoció, un hilo frío recorrió su espalda. Lo vio buscarla entre la gente. Recordó la odiosa guerra que la trajo a ella a este pueblo y a él se lo llevó tan lejos. Pero ahora regresaba. Y se dijo que por fin se acabaría la soledad: la de las tardes que había aprendido a evadir entre libros y revistas, la del inmenso sábado que llenaba con películas viejas que tomaba prestadas de la única librería pública del lugar, la de los domingos, que la dejaba exhausta de los largos paseos en bicicleta por los pueblos cercanos. Empezó a caminar hacia él. Sí, se acabaría la soledad, la misma que casi la había convertido en Melanie la solterona, pensó de nuevo. Con ambas manos arregló el sombrero que la reguardaba del sol. Entonces desvió sus pasos, y se alejó de la estación del tren, con la carta que le había traído la noticia arrugada entre sus manos.
2 comentarios:
No puedo dejar de recordar aquel verso fulminante de la Penélope de Serrat:
"Tú no eres quien yo espero"
Porque después de la guerra y/o la larga espera, quién puede seguir siendo quien fue?
Mientras estamos en la espera, la vida se nos va. Nos gastamos en la espera de un lejano capricho, que de ceguera nos lleno, para no ver lo visible que hay en uno, y la vida a la espera para estar en ella y vivirla a plenitud. Un abrazo fuerte María.
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