Por: Humberto Rivas
Una daga errante
envenenada salió de tus
labios
y se hincó en mi pecho
abierto
una tarde manchada ya desde
temprano
de un sabor amargo de
premonición
uno de esos días en que
deseas
refugiarte en una choza
perdida
en medio de un desierto en
llamas.
Y en un minuto preciso de
esa tarde
hubo un silencio que retumbó
por todo el universo,
o sólo en mis pensamientos;
y se hizo ese minuto pedazos
bajo mis zapatos
y me quedé fuera del tiempo,
cuando me dijiste aquella oración
que reventó como granada
dejando esquirlas por todo mi cuerpo,
que sonó como grito fúnebre
de mi propio entierro.
Lo peor es que el mundo
siguió su ritmo
al día siguiente como si
nada hubiera pasado.
Incluso las aves en el
parque seguían sobre mi cabeza
su trino rutinario como si
mi vida fuera la misma todavía.
Pero para mí todo cambió
cuando me dijiste sobre las
cenizas de la tarde herida
las palabras de mujer más
crueles
que jamás se hayan
pronunciado,
palabras que aunque a veces
saben dulces
para mí fueron palabras
malditas:
yo sólo quiero ser tu amiga.
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