Por: Rafael Álvarez de los Santos
Aunque estoy distante de mi fecha de cumpleaños, reconozco
públicamente que conforme me acerco a los cuarenta cierta sensación poco
agradable se va apoderando de mí. Hasta sentirme un cuarentón, como le he
escuchado decir a ciertas chicas cuando una persona de mi edad les corteja, no
había reparado de cuanto la edad es tomada en cuenta para cada información en
cualquier medio.
En los deportes pareciera que a los atletas les está vedado
llegar a los cuarenta y resulta casi imposible conseguir trabajo. En varias
ocasiones he observado el lamento de peloteros que a la edad de 38 años se
sienten discriminado por algún equipo mientras intentan justificar su
productividad en la siguiente expresión “aún me queda algo” “todavía puedo
aportar en este juego”.
En el caso de la salud los cuarenta son el referente para el
hombre chequearse la próstata, examen despreciado por nosotros por su método. A
los cuarenta se aumenta el riesgo de un infarto y en el caso de la mujer debe
frecuentar más al ginecólogo y cualquier embarazo es considerado de alto
riesgo.
En lo que quizás puede ser más placentero es en el aspecto
sexual la libido parece alborotarse tanto en masculino como en femenino y
supuestamente nos volvemos más atractivos para las mujeres.
Cada etapa de la vida es limitada por una edad y serán
blanco de las críticas más descarnadas quienes exhiban algún comportamiento
contrario al que se debe tener en la edad establecida. A los cuarenta la
sociedad nos tolera menos cosas, la presión social aumenta si has llegado a los
cuarenta y no has establecido una relación seria o no has considerado casarte.
Si decides ser más libre, no asumiendo los formalismos que
se supone una persona de tu edad debe exhibir, entonces eres un inmaduro o
inmadura, nunca has crecido, no encontrarás pareja porque no tomas nada en
serio.
En cambio, en la frontera de los cuarenta, al punto de
entrar a la edad en que todo el mundo siente que debe opinar sobre tu vida, he
comenzado mi ejercicio espiritual para asumirlo como otro año más de vida.
Y cuando me pregunten qué cuántos años tengo mi respuesta
será parca: ¡qué importa eso! Tengo la edad que quiero y siento, la edad que
puedo gritar sin miedo lo que pienso, hacer lo que quiero sin miedo al fracaso
o a lo desconocido.
Tengo la experiencia de los años vividos y la fuerza de la
convicción de mis deseos, ¡Qué importa cuántos años tengo! No quiero pensar en
ello… Pues unos dicen que ya soy viejo y otros que estoy en el apogeo… Pero no
es la edad que tengo, ni lo que la gente dice, sino lo que mi corazón siente y
mi cerebro dicte. Tengo los años necesarios para gritar lo que pienso, para
hacer lo que quiero, para reconocer yerros viejos, rectificar caminos y
atesorar éxitos.
Tengo la edad en que las cosas se miran con más calma, pero
con el interés de seguir creciendo…Tengo los años en que los sueños se empiezan
a acariciar con los dedos. ¡Qué importa si cumplo veinte o cuarenta!… Pues lo
que importa: es la edad que siento… Tengo los años que necesito para vivir
libre y sin miedos…Para seguir sin temor por el sendero, pues llevo conmigo la
experiencia adquirida y la fuerza de mis anhelos…
La única diferencia será que cumplo cuarenta años, pero
desde que leí eso que habla sobre los años, esta ha sido la misma respuesta
durante mis treinta y nueve años de edad.
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