Por: Rafael Álvarez de los Santos
Cuando en la década de los noventas se popularizó la frase
“mal, pero en la capital” Pedro entendió que era verdad y motivado por tan
incierta sentencia decidió marcharse a la capital porque de igual manera estaba
mal en su campo.
Un buen día se despertó con el corazón malherido, había
soñado con condiciones diferentes para su familia, un sueño que interpretó como
un sermón del pensamiento. Se incorporó, se miró al espejo y dijo para sus adentros
-“la vida se me pone vieja, ya tengo tachones en la frente”-. Con el puño
cerrado golpeó en la mesa y tomó la decisión: -“me voy a la capital”-. Y aquí
empezó una experiencia que transformó para siempre su visión del vivir.
Salió abrazado a los recuerdos, empacó una maleta de
esperanzas y de dudas. No estaba del todo tan seguro, pero sí decidido a que no
esperaría que un día le marcara la vejez obligatoria y verse en la situación de
no tener nada. Pensaba que con el deseo de echar pa’lante en la capital -“donde
se firman los cheques y se fabrica el dinero”- sería todo diferente.
Aunque Pedro era pobre en el campo, no había experimentado
la pobreza hasta vivir en la capital. Pobremente tenía una casita de madera,
techada de cana, con una enramada en el patio trasero donde cada noche se
sentaba con su familia. Él acostado en una hamaca que había tejido con nylon,
los demás en sillas de madera forradas con guanos.
En la capital comenzó sus labores como cobrador de guagua de
la ruta Guandules-Gualey; dentro de los múltiples oficios que realizó se
encontraba el de gomero, una fritura, vendedor ambulante de helados, bollitos
de yuca, tenía un punto de vender víveres
en el mercado de los Guandules y
un amplio etcétera para acortar el extenso currículum de chiripero que
le adornaba.
Pedro no hacía nada más que trabajar, no obstante sus
múltiples trabajos, vivía en condiciones de pobreza extrema.
Un día Pedro decidió abrir su catálogo de ausencias cual
fantasma sediento de vivir y entendió que, pese a las vivencias del barrio,
cargaba su soledad en las entrañas. Ahí fue donde entendió que existe otra forma de pobreza que es
estructural, una pobreza que consiste en la insatisfacción de necesidades
básicas debido a la ausencia de servicios
que no padecía en su campo.
Ser pobre no es absolutamente no tener empleo, no saber qué
se va a comer el día de hoy, no tener casa. Ser pobre es también ver el mundo
desde la impotencia, perder aprecio por la propia identidad, enfrentar la vida
como un callejón sin salida.
Pedro terminó humanizando su vida. Cuestionó que cada
conquista del progreso no puede estar por encima de la vida humana. Que se
puede avanzar considerando que la prioridad absoluta debe ser el ser humano y que
no todos los lugares donde viven las personas son siempre humanos. En lo
adelante se mantendría en permanente vigilia contra la resignación.
Terminó conociendo la instalación del hombre en la
sobrevivencia y la solidaridad… en fin se terminó de entender a sí mismo.
Entendió que uno tiene que vivir y encontrar en lo más hondo de ese vivir
razones que nos permitan mantenernos vivos y en pie. Pero esta sentencia Pedro la podía entender
desde su campo, posiblemente sus condiciones no eran muy distantes de las que
vivió en el barrio, pero los motivos de su felicidad sí.
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