Por: Rafael Alvarez de los Santos
¡Mañana viene el botellero! se rumoraba entre los niños del
barrio mientras correteábamos y explorábamos los montes en busca de alguna
botella para venderla por unos escasos centavos.
Una vez recogida las botellas las colocábamos en fila a
orilla de la calle y nos sentábamos a esperar impaciente el botellero desoyendo
las múltiples voces que nos conminaban a no exponernos al sol y a retirarnos de
la calle.
¡Botellero, botellero! se escuchaba en el arto parlante de
una camioneta destartalada. Unas palabras que, como el cristal en que estaban
hechas, hacían salir nuestras sonrisas infantiles.
Los pocos centavos que recibíamos no cubrían nuestras
necesidades, pero alivianaba la dura carga de la familia ante el dinero diario
de la merienda de la escuela.
El destino de la botella como la ganancia que obtuvieran los
botelleros en más de una ocasión ocupaban gran parte de nuestras
conversaciones.
-“Cuando esa gente llegan a la capital le pagan más de cien
pesos por todas esas botellas”- afirmaba Efraín, un vecino que tenía unas tías
en la capital y que, según él, les proporcionaban la información.
Han transcurrido los años, y las inquietudes y
especulaciones sobre el negocio de las botellas estuvieron a punto de
esclarecerse, si hubiese andando el botellero solo, una mañana de octubre.
El mufler de mi vehículo se había desprendido y me
encontraba en la calle sin idea de qué
hacer al respecto. De repente llegó él; arrastraba un triciclo cargado
de incertidumbres.
-“Usted debe amarrarlo con alguna soga hasta llegar donde un
mecánico”- comentaba mientras buscaba entre sus múltiples cosas alguna cuerda
para ayudarme a resolver.
- Por lo que veo vive usted de vender botellas-, comenté de
inmediato mirando en aquel señor la oportunidad de resolver los enigmas de mi
infancia acerca de este negocio.
-Sí, señor”- comentó medio sonriente. -“llevo catorce años
comprando y vendiendo botellas;-. ¿Y deja algo vender botella? Pregunté
buscando respuesta a mi principal interrogante. -“A veces sí, y a veces no, en
esto se coge lucha”- contestó mientras seguía buscando entre las tantas cosas
que llevaba en el triciclo la cuerda para amarrar el mufler de mi vehículo.
- ¿Está usted casado?”- Pregunté con cierta intriga porque
le acompañaba un niño de algunos seis o siete años de edad. -“Claro que sí”-
contestó con cierto orgullo. -“Este es mi hijo más grande y tengo tres”. “Me lo
traigo con migo cuando no está en la escuela pa’que no se me vaya a volver un
delincuente, y así va aprendiendo del
negocio”-.
Por un momento mientras el señor intentaba sujetar el
mufler, contemplé al niño quien, a su vez, miraba detenidamente cada movimiento
de su padre sin dejar escapar un solo detalle.
Era de piel negra, llevaba pies descalzos, pantalones cortos
y una camisa desabotonada hasta la
mitad.
Extraña añoranza llegó a mis recuerdos porque no miré en
aquel niño un futuro negociante, sino retratada la realidad de tantos niños que
deambulan por doquier arrastrando sus pies descalzos por calles pavimentadas
tan duras como la realidad en que viven.
Cuando concluyó de sujetar el mufler agradecí el gesto de aquel señor y su hijo.
Les vi alejarse, el niño asido al brazo de su padre como quien, orgulloso,
había aprendido algo nuevo. Con la otra mano ayudaba a empujar el triciclo.
Supongo que, en otro momento, algún otro niño dirá ¡mañana
viene el botellero! Y, quizá, se repita la misma historia, aunque tal vez el
protagonista sea otro que arrastrará el mismo triciclo y las posibles penurias
de su progenitor mientras recorre las calles con el pregón que delata su
presencia ¡botellero, botellero!
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