Se ha dicho que las segundas partes no son buenas, pero
después de consultar mis dudas con el alma he decidido abrir de nuevo mi
catálogo de nostalgias y ofrecerlas como el complemento del escrito anterior.
Desempolvar estos recuerdos me hace sentir tan cerca de
ellos cuál si los tocara con mis dedos y volteara este cofre lleno de
historias, de boches, de pleitos, llantos, sonrisas y sobretodo muchos
consejos.
Y es que en estas nostalgias del fogón se revela la vida y
sus creencias aposentadas en la epidermis de mentes envejecientes, pero
lúcidas. Nuestros viejos son el tronco donde hemos decidido amarrar nuestro
ejemplo a seguir y a ese tronco nos asimos y reverdecemos como las ramas que
ellos quisieron y quieren que seamos.
A la sombra del fogón aprendí inmensidades de historias y
creencias que hoy no me provocan más que risas. “Si te vas por un camino y
regresas por otro dejas la virgen llorando” “Una mujer embarazada no podía
cruzar alambres porque le enredaba el niño, no podía comer guineo maduro porque
le manchaba la placenta, ni comer piña porque podía darle frenesí”.
“Si una persona que no es de tu agrado te visita basta con
que coloques una escoba hacia arriba con tres granos de sal detrás de la puerta
y ésta se marchará” “Al comernos una naranja debíamos lanzar el gajito de la
virgen, que era el más pequeño, en el techo de la casa” “Existen árboles que no
pueden cortarse en luna nueva, que la tierra se cansa y que son las 12 del
mediodía cuando pisas tu propia sombra”.
En el crisol del fogón se nos insistía que la verdad ha de
ser dicha en todo momento porque de alguna manera se encargará de aflorar
aunque la escondamos.
Esto lo recuerdo con principal agrado por una historia que
nos contara un vecino al momento de pedirnos decir siempre la verdad. Nos
narraba que en cierta ocasión Trujillo
visitó una hechicera para que le leyera el futuro y le dijera qué tiempo
sobreviviría en la tierra. La doña accedió a su pedido y le dijo que él viviría
noventa y nueve años.
En un primer momento “El Jefe” quedó complacido con la
revelación que evidentemente quería escuchar, sin embargo el número le
resultaba extraño, y se preguntaba –“¿por qué habría de vivir noventa y nueve
años y no cien?”- Regresó donde la hechicera, le formuló la pregunta y ella le
contestó: -“Usted vivirá noventa y nueve años porque no hay mal que dure cien
años ni cuerpo que lo resista”-.
Aún recuerdo la expresión de su cara, una mezcla de rabia y
satisfacción corroborada con una sentencia indeleble -“a la doña la fuñeron,
pero le cantó la veidad al jefe, poi la veidad murió cristo”-
Decir la verdad le costó la vida, pero al menos no murió por
callar, murió por decir en un contexto en que la palabra tenía miedo y los
portadores de la misma compartían el mismo sentimiento. Hoy, en que han
secuestrado la verdad mercaderes del silencio, haciendo de su mentira un eco
que al final el pueblo termina creyendo, hay que recobrar este valor.
Y es que, como los besos de quien amas, la verdad cura,
alienta y anima.
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