Por: Rafael Alvarez de los Santos
Cuando escuchamos la palabra sabio por lo general nos viene
a la cabeza un señor muy viejo con barbas grandes y descuidadas sentado sobre
sus piernas entre cruzadas y que habla en aforismos.
Pero ese tipo de sabios jamás se han sentado al lado de un
fogón de leña a contar historias o chistes mientras se hierve el café que
compartiremos en una fría mañana de diciembre o en una noche sin luz después de
una larga faena de trabajo en el conuco.
Para mí, los verdaderos sabios eran nuestros viejos y viejas
en el campo cuyas historias y compañía disfrutábamos todas las noches como un
ritual.
Nos sentábamos a la orilla del fogón en unas noches que
sabían a café recién colado o se alegraba el paladar con el jengibre ardiente,
como nos gustaba. Noches alumbradas por luciérnagas y estrellas y ambientadas
por el canto de los grillos o alguna bachata de Radio Guarachita en el radio de
pila de la casa o de algún vecino.
En estas noches se entretenía el olfato con el olor de las
chulas, planta de follaje amarrillo y amplio,
que impregnaba todo el lugar de una fragancia tenue y sutil.
Cada noche acogía los cuerpos cansados y escrutábamos el
recuerdo, exprimiendo la memoria de unos padres que tenían mucho qué decir y
unos niños con deseos de escuchar sin sospechar que dichas veladas salvarían
las historias de no morir en la memoria de unos viejos en el ocaso de sus vidas
y que han sido bien retenida por nosotros.
Una enramada techada de yagua, con el piso de tierra y un
fogón de leña era el escenario; el pilón de majar el arroz, acostado, nos
servía de asiento mientras escuchábamos atentos las historias del abuelo o el
vecino.
Sentados en círculo, pasándose el cachimbo los adultos y el
jarro del té o el café los demás, escuchábamos el cuento de camino, las mil
historias que entretenían el alma taciturna de unos cuerpos cansados del
trabajo.
Íbamos tejiendo la noche de recuerdos, historias y risas
sobre lienzos de afectos, apego, añoranzas de adultos y esperanzas de niños.
Esperanzas asidas a manos encallecidas y ásperas sin importar la edad;
esperanzas que, entre bocanadas de humos del tabaco y sorbos de café o té, nos
permitían soñar.
En el fuego del fogón se fue consumiendo la tristeza de la
realidad vivida sin más riqueza que el ejemplo y la pasión por el trabajo. Se
fue acrisolando la reciedumbre de una personalidad con valores, con la
honestidad como antorcha que iluminará toda una vida.
Se formó la pasión por la palabra y la veneración de la
escucha. El fogón era el escenario escogido por unos padres a quienes no les
importaba el tiempo para dedicarlo a unos hijos que crecían y a quienes debían
inculcar el testimonio y ejemplo de vida que hoy exhibimos ante una sociedad
que languidece.
En las cenizas del fuego se acunó nuestra nostalgia, y aún
queda de ella los valores y enseñanzas. Hoy, ante una tecnología que acentúa la
distancia y entorpece los encuentros sin dejarnos advertir su importancia,
ofrezco una oda a las nostalgias del fogón.
1 comentario:
talvez no exista la nostalgia sino distraciones del espiritud.
antes vivia solo,ahora conmigo.
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