Por: Rafael Alvarez de los Santos
Aclaro, de entrada, que no soy observador
acreditado por la OEA, la JCE y menos por Participación Ciudadana. Bueno, por
esta última instancia tendría que pensarlo dos veces, pues es posible que la
Junta Central Electoral, en su afán de desacreditar la única institución que
por más de 20 años ha observado las elecciones, me formule un expediente en el
que me vinculen con Pitingli o Cacavila dos ladrones muy reconocidos de Cevicos;
o en su defecto me acusen de tener una madre llamada Corina. (Esto último es
cierto sólo que para los fines de lugar puede retorcerse esta verdad y hacerla
ver como una acusación porque no me cabe la menor duda que hasta de eso serían
capaces).
Comenzó mi día por terminar de decidir a quién
endosaría mi voto pues, aunque no me sentía identificado con las opciones
presentadas tanto en blanco como en morado, tenía que votar. Una vez tomada la
decisión me apersoné al colegio donde debía ejercer el sufragio y como buen
ciudadano hice una fila de aproximadamente hora y media, en realidad casi dos
horas para ser más exacto y dramático.
Quizás les interese saber por qué tanto tiempo
en una fila de un colegio electoral de apenas 500 votantes y en las que, al
llegar, sólo habían 13 personas delante de mí al menos en la fila de los
hombres. Por cierto, elevo mi protesta por haber dividido la fila; me parece
que reburujados es mejor por razones que no expondré en este informe, quizás en
otro boletín lo haga.
La cuestión es que tardé demasiado tiempo
cuando votar me pudo haber tomado 30 minutos con fila incluida y la chercha
armada al momento de entrar con amigos que hacía tiempo no veía y que fungían
como delegados de partidos y personal de la junta en la mesa electoral.
Ahora paso a contarles lo que observé porque
de eso se trata y ya he dado demasiadas vueltas. Les contaba que tardé más
tiempo del previsto en la fila pues por cada tres mujeres dejaban entrar un
hombre. No sé si este procedimiento era igual para todos los colegios
electorales o una decisión tomada por este en particular. No vayan a cuestionar
mi labor de observador por no tener claro este dato, la cuestión es que nadie
me supo informar y de lo que sí tengo precisión, según me informaron en la
misma fila, es que se priorizaba a las mujeres pues las mismas debían ir a
cocinar.
Comenté que también yo sabía cocinar y no
faltaron las miradas que cuestionaban mi orientación sexual por el solo hecho
de emitir un juicio que, a mi entender, no tenía nada de malo; al menos pensaba
que un hombre que cocine debe ser más atractivo para una mujer, pero mis
compañeros de fila me hicieron entender con argumentos contundentes que cocinar
no es para hombres. Aclaro que en realidad no sé cocinar, a lo más lejos que he
llegado es a unos plátanos ahogados en agua con postura de gallina al aceite
caliente.
La otra razón por la que tardé tanto en una
fila obedece al sentido solidario y caritativo de quienes representaban los
partidos políticos y me explico: cada cinco o diez minutos aparecía algún dirigente
con alguna persona envejeciente con dificultades motoras para ejercer por sí
mismos el sufragio y cuyo dirigente se había prestado para servir de lazarillo.
La verdad es que quedé conmovido con
semejantes gestos pues, pese a la intención de los dirigentes que la de
ayudarles a votar por el partido representado, pude reencontrarme con personas
a quienes daba por muerta hacía mucho tiempo pero ese sentido de compasión de
los dirigentes políticos me hizo revivir sonrisas y recuerdos.
El orden era el siguiente: tres mujeres, un
hombre y algún envejeciente con dificultades motoras. A veces se interrumpía el
orden dependiendo de la condición del envejeciente pues, el nivel de urgencia
lo iba a determinar el sentido de dramatismo que pusiera el dirigente y que
evidentemente sería corroborado por la persona que se sentía ayudada. Es así
que, en lo que dicen berenjena, habían desfilado más envejecientes y personas
enfermas que casi todos los que estábamos en fila. Aclaro que en esta categoría
entraban, inclusive, personas cuya única dolencia podía ser haberse quitado una
cutícula de la uña del dedo índice de la mano derecha lo que dificultaba para
agarrar el lápiz y poner en riesgo un voto que bien podía declararse nulo a no
ser por el gesto solidario de los lazarillos perredeístas y peledeístas que
justificaban ante el guardia que custodiaba la fila su labor altruista.
Hasta el momento todo iba bien e inclusive un
servidor había reconocido y felicitado a quienes habían realizado semejantes
acciones hasta ver llegar a un señor a quien minutos antes lo había visto en un
colmado bajándose una fría, hecho que cuestioné por la hora en que lo hacía.
Este señor, acompañado de un dirigente bonachón, entró al recinto con visibles
problemas para sostenerse sobre sus piernas por lo que el dirigente le servía
de soporte.
Escuché cuando el lazarillo comunicaba a la
vocal que recibía las cédulas en la entrada que este señor había sufrido un
accidente hacía unos meses y que se encontraba en estado de recuperación, razón
por la que estaba impedido de hacer la fila.
Reitero que todo iba bien hasta ese momento
pues resulta que no sólo yo había visto al susodicho empinando el codo a
tempranas horas, lo que motivó la queja de mis compañeros de espera a la que
particularmente me sumé.
Pasado este suceso, y aclaro que pese a
nuestras quejas al señor se le permitió votar antes que a todo el mundo, un
señor que estaba detrás de mí en la fila pronunció la sentencia del día: “Coño,
a mí ta’bueno que me pase. Tantos viejos que andan por ahí haciendo nada y yo
no pude coger uno de esos para venir a votar”. La amarga reacción de este señor
obedecía a que, todo el que traía alguna persona impedida de ejercer por sí
mismo el voto aprovechaba la coyuntura para votar al mismo tiempo. Fue aquí
cuando me enteré que algunos dirigentes sorteaban a los envejecientes
asignándoles a otras personas que debían llevar y a qué hora.
El suspiro desalentado junto a la frase que
expresaba el desaliento del señor colocado justamente detrás de mi oreja izquierda
me hizo entender todo lo que allí había sucedido en esa mañana. Pudiera
terminar diciendo las viejas palabras con que se concluía un cuento al que no
se encontraba un final “Y colorín, colorado…” pero como el colorado es uno de
los colores de uno de los partidos prefiero no usar la frase para que no se me
juzgue. Sencillamente, y con esto termino, lo que observé es que las votaciones
revelan el profundo drama humano por la que atraviesa esta sociedad. Una
persona significa un voto y esto es lo único que justifica y motiva el trabajo
de los partidos, lo demás es pura teoría.
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